domingo, 17 de marzo de 2013

Pelusas. El origen.

Había una vez, en una ciudad cualquiera, un piso cualquiera donde vivía una joven llamada Carla.

Después de salir del trabajo fue directamente a su casa con la intención de preparar el piso para la llegada de sus amigas el fin de semana. Cenó tranquilamente, recogió las cosas y se sentó a disfrutar de unos momentos de relax y al mismo tiempo, concretar la hora de llegada de sus invitadas.

Hablando entre ellas, por medio del Messenger, todas se quejaban de las pocas ganas que tenían de hacer cosas un viernes por la noche.
-Buf, tengo la maleta por hacer y son ya las 11:30 -les decía Ester.
-Pues yo tengo la cocina por recoger, y como no lo haga, mi padre no me deja irme de casa jajajaja -les decía Meri.

Carla estaba leyendo tranquilamente cuando se dio cuenta de que a su alrededor le estaba esperando el comedor, el lavabo y el pasillo por recoger y limpiar. Pensaba que estando sola no necesitaría mantener el piso como cuando vivía con sus padres, pero tras una semana posponiendo la mayor parte de la limpieza necesitaba adecentar la casa, ya no solo por la visita sino por ella misma. Sentada en la silla, empezó a notar un ligero picor en sus pies; miró hacia abajo y vio una pequeña pelusilla de polvo haciéndole cosquillas en los dedos. La apartó suavemente y siguió hablando con ellas.

-Pues a mi me queda aún barrer y recoger el comedor y pasillo y limpiar el lavabo, pero me está resultando muy difícil... -comentó Carla.

-Pues no lo hagas -contestó Meri-. No creo que nos vayamos a asustar.

Carla sonrió. Miró a su alrededor y algo inesperado le llamó la atención. Una enorme pelusa estaba en medio de la entrada del comedor y la estaba mirando de forma amenazante. Miró a la pantalla de su ordenador sin darle importancia, pero sin dejar de mirar de reojo, vio como esa enorme pelusa ya no estaba delante de la puerta.

-Chicas, les dijo Carla mientras bostezaba- creo que voy a barrer. Acabó de darme cuenta que una pelusa me estaba mirando fijamente.

Sus amigas empezaron a escribir emoticonos haciéndole entender que se estaban riendo de su comentario. Pero sus intenciones no parecieron gustarle mucho a la pelusa pues al levantarse de la silla sintió otra vez ese picor en los dedos de los pies. Sus amigas seguían escribiendo, mientras ella volvió a mirarse el pie. La escena que contemplaron sus ojos hicieron que le entrase el pánico. En un vano intento de pedir ayuda volvió a sentarse y escribir en el ordenador.

-Chicas, creo que la pelusa que me estaba mirando, está sobre mi pie.

Sus amigas continuaron escribiendo comentarios graciosos mientras ella seguía intentando explicarles la situación, pensaban que todo era una broma, pero nada más lejos de la realidad.

-Chicas, que no es una broma, creo que... -intentó escribir pero ya era tarde. Cuando sintió el mordisco sobre su dedo pequeño, vio como la pelusa desaparecía lentamente dentro de la herida. En vano volvió a escribir relatando su situación, pero sus amigas se limitaron a decirle la hora en que llegaban.

La pobre Carla se despertó por la mañana aturdida sobre el suelo. El ordenador seguía encendido. En la pantalla pudo leer los últimos mensajes de sus amigas. Una extraña sensación de poder corría por sus venas. Se sentía cada vez más fuerte, más valiente y lo que más le sorprendió es que no había ni rastro de pelusas por el comedor. Se levantó y se dirigió al lavabo. Frente a la puerta del mismo, cientos de pelusas la estaba contemplando. Hablaban entre ellas y sorprendentemente, Carla, las podía entender.

-Es ella, ¿verdad? -se decían las unas a la otras.

Carla las miró fijamente y les preguntó:

-Es la hora, ¿verdad?.

Ellas asintieron con un grito al unísono, un "¡¡¡¡¡Síííííí!!!!!" que hizo temblar el ático en el que vivía. Cientos de pelusas salieron de detrás de los muebles, de debajo de las camas, de entre los cajones... había incluso escondidas en las viejas lámparas del pasillo.

Todas unidas ante ella. Todas dispuestas a conquistar el mundo, reclamando venganza por sus hermanas absorbidas brutalmente por aspiradores y demás artilugios de limpieza.  "¡Por un mundo de pelusas!", gritaban sin cesar. Entre todos los gritos que vitoreaban a la nueva salvadora de su polvoriento universo, un timbre interrumpió la felicidad. Carla les ordenó que callasen y se escondiesen. Sus amigas habían llegado.

Abrió la puerta y las dos jóvenes se quedaron sorprendidas al verla.

-¿Te has peinado esta mañana? -le preguntó Ester.

-Sí -contestó extrañada Carla-, ¿por qué?.

-Llevas unos pelos de loca... -le dijo Meri- pareces una pelusa gigante jajajaja.

Carla cerró la puerta tras de sí, colocó el pestillo en su lugar y sonrió maliciosamente mientras sus dos amigas se dirigían confiadas hacía la muerte.


viernes, 8 de marzo de 2013

Las piedrecitas asesinas de la estratosfera

¿Quién no ha sufrido la experiencia de pasear por la calle y comprobar "in situ" el voraz ataque de un granizo cayendo fuertemente sobre su paraguas?

Hoy vamos a relatar el caso de un grupo de piedrecitas kamikazes dispuestas a sabotear la plácida vida una persona cualquiera, en una ciudad cualquiera, una tarde cualquiera...


Alicia iba tranquilamente hacía su trabajo. Como un día normal, después de comer y haber descansado un poco, salió del metro con paso firme en su habitual recorrido por las calles. Las previsiones del tiempo anunciaban algo de lluvia, pero no se llevó el paraguas, pensaba que no iba a ser nada desagradable sentir un poco de agua sobre su piel.

El cielo estaba oscuro, aportando una tonalidad ocre a todo lo que le rodeaba. Le encantaba ese ambiente prelluvioso que la estaba acompañando.

Miró al cielo, en parte buscando una respuesta a sus más íntimas preguntas como para comprobar si le daría tiempo de llegar sin apenas mojarse, cuando una molesta piedrecita, helada y húmeda golpeo salvajemente su frente. Agitó la cabeza y miró al suelo. Allí estaba, mirándola desafiante.

Alicia se sintió estúpida. Era imposible que un poco de granizo la mirase de esa forma. Así que decidió pisarla sin compasión y seguir su camino. A los pocos segundos de realizar ese atroz asesinato, cientos de amigas de la primera piedrecita helada, empezaron a caer furiosas sobre la reciente asesina.

La mujer intentó taparse la cabeza, pues la caída libre del granizo le estaba empezando a doler bastante. En vano intentó refugiarse bajo algún resorte pero no había ningún lugar destinado a protegerla. Mientras tanto, iba cayendo fuertemente el granizo. Sintió como algunas piedrecitas se le introdujeron dentro del zapato. Incluso le pareció escuchar palabras de venganza sobre sus hombros cubiertos de hielo y agua. A medida de iban cayendo, algunas sobrevivían a la descongelación y otras en cambio sucumbían sin remedio al estado líquido.

Alicia sintió un frío atroz recorriendo desde los talones hasta lo alto de sus piernas. Miró hacia sus pantalones pensando que se estaban mojando, pero lo que pudo contemplar fue escalofriante. Sus extremidades inferiores estaban adquiriendo un tono blanquecino. Sentía como ese frío se estaba apoderando lentamente de ella y cada vez le costaba más trabajo andar. Entumecida, intentó pedir ayuda, pero estaba sola en medio de la calle. Todo el mundo se había refugiado en algún lugar y ella, en cambio, medio helada, mojada y sin apenas poder moverse, testigo y víctima al mismo tiempo de una venganza proveniente de la estratosfera por la muerte de una simple piedra de hielo.

El cielo se estaba oscureciendo aún más y Alicia apenas podía ya moverse; el suelo cubierto por un hermoso tapiz de hielo y en medio de la nada, una figura cada vez más blanca con un rostro azulado por el frío.

Unos segundos antes de cerrar definitivamente sus ojos, Alicia pudo escuchar una aguda voz decir:

-¡Gruuu ñiiiiii guuuuu iiiiiiiaaaaaaa!


Al cabo de las horas, la noche inundó la ciudad, dejó de granizar, dejó de llover y la ciudad volvió a la normalidad. Pero en medio de la calle quedó una marca que evidenciaba el terrible final de esa mujer. Los ancianos afirman que aún hoy en día, cuando el bravucón cielo oscurece, sus crueles hijas bajan a la tierra dispuestas a agujerear los cráneos de los pobres viandantes que se pasean sin paraguas los días en los que la lluvia amenaza su ordinaria vida.



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